Ucranianos (in)correctos

Geschichte auf deutsch, Histoire en français, Historia po polsku, Оповідь українською, Рассказ на русском

Historia de Marichka Melnyk

Illustrada por Kateryna Sova

Al borde entre dos mundos

Los primeros soldados rusos entraron en mi pueblo, al norte de la capital, Kyiv, al amanecer del 25 de febrero de 2022. A las 5 de la mañana se dejaba oír el rugir de los motores, cada vez más fuerte, que hacía temblar las ventanas. El sofá cama plegable en el que estaba acostada empezó a temblar y al final daba la sensación de que la casa se estremecía. Al mirar por la ventana con rabillo del ojo desde detrás de las cortinas y con sumo pavor, vi un convoy de vehículos blindados, tanques, artillería autopropulsada, lanzadores de misiles Grad, camiones de combustible, remolques de tractores, plataformas anfibias, vehículos con dispositivos de interferencia. Y un mar de camiones con soldados. Todos los vehículos llevaban escrita la letra «V» en pintura blanca.

Aquellas imágenes me dejaron literalmente paralizada mi mente y mi cuerpo. Era incapaz de producir una frase y mis dedos no atinaban a teclear letras en el teléfono. Envié un mensaje sobre el desplazamiento de vehículos enemigos por nuestro pueblo al Facebook del Ejército de Tierra de las Fuerzas Armadas de Ucrania. Debí de teclear aquellas lamentables 14 palabras a la velocidad de una palabra por minuto, y luego pasé media hora esperando una respuesta (no me pregunten por qué daba por hecho que me contestarían).

Aunque no se sabía, se podía imaginar cómo entraron los soldados en nuestro pueblo, pero su destino siguiente estaba clarísimo. La casa de mis padres, desde la cual observaba sin apenas respirar esta aterradora escena, está en la ruta P02, parte de la carretera que lleva directamente a Kyiv. Si no ocurre nada imprevisto, se tarda algo menos de una hora en llegar a la capital.

Sin embargo, toda aquella procesión llevó dos horas y media. No se quedaron por mucho tiempo y dejaron atrás el primer (y, por desgracia, no el último) coche acribillado. Era un Opel Corsa blanco de 1998 que fue conducido descabelladamente hacia ellos. El hombre al volante y la mujer en el asiento delantero fueron asesinados en el acto. Les dispararon a 200 metros de mi casa. Pasados 30 segundos de disparos de ametralladora, seguidos por el sonido ensordecedor del chirrido del metal y cristales rotos, la invasión rusa prosiguió.

Las caravanas siguientes que atravesaban el pueblo tenían menos vehículos. Si antes solo entraban de paso, después de algún tiempo empezaron a detenerse, ya fuera para esperar a los que se quedaban atrás o para montar una cocina de campaña. Pero, sobre todo, lo aprovechaban para cobijarse junto a las casas de la gente y protegerse de los bombardeos de los militares ucranianos, que acabaron por formar una barrera infranqueable a la entrada en la capital.

 Aunque nosotros no lo pudimos ver, sí lo oímos perfectamente.

Con nosotros me refiero a mi madre, mi padre y yo. Estaba con nosotros, además, mi hermano Andriy y su mujer, mi hermana y su marido Oleh, mis dos sobrinas y un sobrino. Llegaron al pueblo inmediatamente después de que Rusia atacara con misiles nuestros aeropuertos y depósitos militares el 24 de febrero, contando con que, a lo mejor, sería más seguro aguantar el tipo allí que en Kyiv.

Al «aguantar el tipo» -nos volvimos rápidamente sensibles a las más débiles vibraciones y acabamos aprendiendo a predecir la aproximación de las columnas enemigas antes de que sus sombras se dejaran ver en el horizonte. Los ratos que los militares rusos se paraban en el pueblo lo pasábamos tumbados en el suelo del porche (que era el local más alejado de la calle en la casa de mis padres) o sentados en el sótano. El primer día bajamos dos palés de madera, colchones viejos, almohadas, mantas, velas, cerillas, una botella de agua potable de 19 litros, y una pala.

Cambiábamos de lugar de refugio en función de la proximidad y la intensidad de los disparos.

Todos aquellos minutos en espera del peligro se nos hacían eternos, sin principio ni fin. Cada anochecer nos sumía en una profunda ansiedad al imaginarnos cientos de siniestros escenarios si caía Ucrania. Cada amanecer nos llenaba de nuevas esperanzas de que todo esto fuera tan sólo una pesadilla, y que pronto nos despertaríamos ya sin guerra. Pero en seguida esas esperanzas se desvanecían implacablemente.

Por la mañana del tercer día de la invasión rusa en el pueblo el teléfono y la electricidad dejaron de funcionar, así que ya no podíamos ayudar a nuestros defensores dándoles información sobre los movimientos del enemigo. La única opción que quedaba era vacilar a los rusos cuando pedían ayuda para encontrar su camino. Armados con una palanca, mi hermano Andriy y mi cuñado Oleh fueron a quitar las señales de tráfico. Su primera expedición salió bien, pero la siguiente…

En la tarde del 28 de febrero de 2022, otra horda, conduciendo por ambos carriles de la carretera, decidió desviarse de la carretera principal y acabó por tomar posiciones en el pueblo. Los soldados armados irrumpieron en casi todas las casas diciendo descaradamente a los propietarios: «¡Nos quedamos del todo!». Aparcaron sus vehículos en el parque local y montaron en la escuela y el centro comunitario un puesto de mando y un hospital militar. Al anochecer, tenían montados los puestos de control en todas las calles, carreteras principales o pequeños carriles. A veces se dejaba oír el fuego de las ametralladoras.

Estábamos bajo ocupación.

Un día Andriy y Oleh regresaban al atardecer de su «operación especial». Ya estaban a unos 150 metros de su casa cuando un vehículo blindado de transporte de personal y un jeep militar se pararon en la calle Bila, que debían cruzar para llegar a casa. Unos quince soldados salieron del vehículo a su encuentro.

No dudamos un solo momento del país del que venían aquellos guerreros. Cubiertos con cintas naranjas y negras como perros con pulgas, a la legua se les notaba por el habla: el tono, el ritmo, el acento y la manera de vocalizar no eran los propios de «nuestro» ruso.

Mi hermano y mi cuñado soltaron la palanca e intentaron esconderse inútilmente tras una valla cercana. Pero los soldados los pararon, registraron y obligaron a desnudarse de cintura para arriba para averiguar si tenían tatuajes «nazis» y marcas en la piel por el retroceso de pistolas o de chalecos antibalas y buscaron restos de pólvora en sus manos. Los tuvieron a punta de pistola mientras revisaban los registros de llamadas, los mensajes y las fotos de sus teléfonos. Al no encontrar nada sospechoso, al final los soltaron.

 Antes de dejarlos ir, uno de los ocupantes, con pinta de buriato étnico, dijo con arrogancia:

-Estamos aquí para poner orden -saboreando con deleite cada palabra-. ¡Venga! ¡A decírselo a todo el mundo!

 -Nunca. Jamás en mi vida volveré a pronunciar una sola palabra en ruso. Ni tampoco le haré caso -soltó con rabia mi hermano cuando llegó a casa y contó detalles su percance.

Andriy es el mayor de los tres hermanos. Le saca tres años mi hermana y es nueve años mayor que yo. Fue el primero en dejar nuestro pueblo para ir a estudiar a una de las universidades de Kyiv. Rara vez pienso en la diferencia de edad, pero tuvo un gran impacto en ciertas cosas: la imagen de Kyiv en 1998, cuando mi hermano se trasladó allí, y la de 2007, cuando fui yo, eran lingüísticamente dos ciudades bien diferentes. A mi hermano le tocaría aprender ruso por fuerza mientras estaba allí.

Toda la familia se reunió en la veranda de la casa, donde cogimos la costumbre de pasar las tardes juntos.

La puerta estaba cerrada con llave, las ventanas bien tapadas con sábanas, mientras la llama de una vela sobre la mesa parpadeaba proyectando sombras en las paredes. El resto de la casa estaba completamente a oscuras. Todos estábamos bien abrigados (a fin de estar listos para correr al sótano) y teníamos cerca nuestras «bolsas de viaje» de emergencia.

Cuando Andriy se sentó en la silla de al lado, pude sentir cómo le temblaba todo el cuerpo.

Sus temblores se dejaban sentir en todo el cuarto. Nos dábamos cuenta de que su encuentro con los «restauradores del orden» rusos podría haber terminado de una forma muy diferente. Se hizo un silencio de tumba. Mi imaginación se llenó de imágenes sangrientas; el estómago se me revolvía y daba la sensación como si estuviera caminando sobre agujas.

-Mis compañeros todos hablan ucraniano -dije para romper aquel embarazoso silencio, tomando un sorbo de té de una taza de café decorada con una pegatina de Mochy Mantoo.

-La mayoría de la gente donde trabajo es rusohablante, pero al hablar conmigo pasan al ucraniano -observó mi hermana desde la otomana donde estaba sentada acunando a su hija de tres años-. Aunque ese cambio ha ocurrido hace poco, sólo después del Maidán.

-En mi oficina casi nadie habla ucraniano, tal vez dos o tres personas -remató mi hermano. Pero a partir de ahora, ¡que se vayan a la mierda con su ruso!

 -En fin, si la guerra no es suficiente para que dejen de hablar ruso, qué sé yo entonces… -apunté; en el fondo me alegré mucho de la decisión de Andriy, pero sabía que no era del todo franca al atribuirle ese deseo a la guerra; la guerra ya llevaba nueve años y acabó por aceptar su lengua materna sólo cuando se enfrentó con esa guerra personalmente.

A pesar de mis intentos de trabar conversación, el silencio volvió a llenar el cuarto. Pero al menos ahora ese silencio ya «sonaba» en ucraniano.

– ¿Está bien el agua que bebéis? -oí a una vecina preguntárselo a mi madre a través de la valla del jardín a la mañana siguiente mientras un hombre desconocido daba vueltas al lado. Mi hermano y yo no nos asomamos del porche, pero escuchábamos su conversación con claridad.

Era la vecina Lesia cuya casa está detrás de la de los vecinos. Se trasladó hacía poco a en nuestra calle, así que no sé mucho sobre ella. Lesia es de la región de Poltava rondando ya cuarentena, se ha casado y divorciado dos veces y tiene dos hijos, uno de cada matrimonio. Eso es lo único que sé sobre ella a ciencia cierta, el resto son rumores. Supuestamente, su primer marido está en la milicia de la ORDLO (o sea, de los territorios temporalmente ocupados de las provincias de Donetsk y Luhansk). El segundo, con el que sigue viviendo, también es otro hombre «bravo». En cuanto sonaron los primeros disparos, cogió a su hijo biológico, el más pequeño, y se fue a la casa de sus padres en lo más profundo del pueblo dejando a Lesia plantada con el hijo mayor en la periferia.

– ¡Qué va! Si no tenemos electricidad para bombear del pozo perforado, y en el pozo excavado está roja, vamos, un asco. No recuerdo la última vez que lo limpiamos… ¿No tienes de donde sacar agua? -le preguntó mi madre, preocupada.

-De momento sí, tenemos. Es que ahora me quedo en casa de Serhiy -dijo Lesia señalando con la cabeza al hombre que estaba a su lado, que resultó ser un vecino del otro lado de nuestro jardín. -Nos está acogiendo a Vitaliy y a mí, pues lo tenemos todo a base de electricidad. Hace un frío en nuestra casa que te castañean los dientes. Él tiene al menos una estufa de leña…

– ¿Estuvisteis de juerga toda la noche o qué? ¡Con la de luz y ruido que había…! -le preguntó mi madre.

-Es que los rusos vinieron anoche. Primero hurgaron todos los rincones de la casa y luego decidieron tomarse unos baños de vapor. Pusieron el generador en el patio y lo tuvieron furulando la mitad de la noche calentando el agua para lavarse la suciedad del camino. Tomaron té para calentarse porque se estaban congelando con este frío, pero el agua que tenemos no vale para el té…

– ¿O sea que estáis pidiendo agua para quién exactamente? ¿Para los rusos? -preguntó mi madre, pasmada.

– ¡Anda ya, si son apañadicos! -trató de convencer obstinadamente a mi madre, mientras Serhiy asentía enérgicamente con la cabeza para dar crédito a las palabras de Lesia-. No tenían idea a dónde los llevaban. Sus jefes les dieron raciones solo para dos días y les dijeron que los enviaban a unos entrenamientos… -la vecina citaba literalmente la propaganda rusa sin darse de ello cuenta.

– ¿Así que apañadicos? ¿Y qué pasa con la gente a la que fusilaron tal cual? -estalló Andriy a mi lado.

Se dio la vuelta y se marchó antes de que Lesia pudiera responder. Me quedé en el porche perdida en mis pensamientos.

La calle de Serhiy es precisamente aquella donde los soldados rusos se cruzaron con mi hermano y mi cuñado. Que yo recuerde, antes se llamaba Sovietska, o sea, Sovíetica. Decidieron cambiarle el nombre en 2015, antes de que me volviera a mudar con mis padres. Al principio, me alegré de oír que en la descomunización mi pueblo no iba a ser menos que el resto de ucrania. Pero mi exaltación se desvaneció cuando supe el nuevo nombre: Bila (o sea, «blanca»). ¡Menudo cambio! Si tuvieran la tarea de elegir el nombre más vacío y disparatado, mis compañeros de aldea ya habrían sacado un sobresaliente. Lo único que dejó reflejado este cambio de nombre fue su incapacidad para reflexionar sobre la historia de Ucrania en el siglo XX y hacer una demonstración más palpable sobre el pasado soviético.

Y ahora nos tocaba cargar con las consecuencias directas. Los soviéticos modernos -descendientes directos de aquellos que hace 100 años no pudieron aceptar la declaración de independencia de la República Popular de Ucrania y nos impusieron la URSS- han venido literalmente a llamar a nuestras puertas, de nuevo armados con ametralladoras, declarando un rotundo «Niet» a la existencia de Ucrania como país.

-Nuestros chavales se fueron -me dijo Lesia en ruso con desazón sosteniendo dos termos de agua fría por encima de la valla de madera que nos separaba.

Nuestro pueblo llevaba tres semanas sin electricidad. Mi familia estaba de suerte, pues nuestra casa está conectada al gas natural. Pero mucha gente de nuestro pueblo, que dependía de la electricidad para calentarse y cocinar, tuvo que ingeniárselas en sus rutinas diarias. Por ejemplo, nuestros vecinos de la derecha tuvieron que trasladar su cocina al jardín, que se extiende detrás de su casa: el dueño montó ahí un horno improvisado con ladrillos. Acogieron a Lesia y a su hijo mayor porque la casa de Serhiy había sido tomada por los rusos.

Para racionar la leña, nuestros vecinos encendían la estufa casera sólo una vez al día, normalmente a la hora de comer. O intentaban apañárselas sin comer, con un té por la mañana y por la noche. Mi madre les ofrecía nuestra estufa de gas, pero rehusaban. Se limitaron a pedirnos varias veces que les calentáramos agua, pero nada más.

-¿Y por que Lesia me sale hablando en ruso ahora? ¿Y de qué chavales habla? -fue lo que pasó por mi mente mientras me dirigía hacia la valla, saltando con cuidado entre las campanillas blancas y azafranes amarillos y morados para no aplastar las plantas del parterre de mi madre. Cuando me subí con un pie al tocón de un árbol para alcanzar los recipientes de agua, miré hacia el otro lado: allí estaba mi vecina con aire apagado. «De verdad tiene pinta de estar triste, no son inventos míos», pensé.

Triste, pero como dicen en nuestro pueblo, «en pleno zafarrancho de combate», con las cejas hechas con lápiz negro, rímel en los ojos, corrector, rouge, colorete, pintalabios (o brillo de labios, ¡qué se yo!), con el pelo rubio recogido en una coleta hasta la mismísima coronilla, con una manicura bien hecha, chándal nuevo y mucho perfume de lavanda.

La apariencia de Lesia contrastaba con la mía.

Yo llevaba una semana sin lavarme el pelo. Estaba tan graso que se podría freír perfectamente un huevo en él. Cuando hay diez personas viviendo en una casa en lugar de las tres habituales, cada gota de champú vale más oro que pesa. Y ni hablar de maquillarme: mi cara no había visto crema hidratante desde hacía dieciocho días. Tenía las uñas cortadas al ras, pero la suciedad se calaba por debajo de ellas de todos modos.

Llevaba puesto el pantalón de mi hermano, que mi madre había arreglado a mi talla, aunque seguía quedándome demasiado largo y tenía que enrollarlo, y un jersey tejido a mano, ya muy estirado, que llevaba desde que era estudiante. Quería estar calentita y cómoda y, pasara lo que pasara con la ropa, cuando fuera al establo a ayudar a mis padres con las cabritas (o sea que apestaba para colmo). Lesia, en cambio, tenía toda la pinta de acicalarse para una cita, o que acababa de volver de una.

-¡Buenos días! -murmuré a modo de saludo, mientras me ofrecía para sujetar los termos de Lesia… e inmediatamente me mordí la lengua.

Desde hacía varias semanas, este saludo llegó a convertirse en algo impertinente. Al salir automáticamente de la boca, dejaba al instante un sabor amargo, como el que se tiene después de comer un pomelo. Sonaba a burla, pues, ¿de qué clase de buen día podías hablar si habías pasado la noche contando las salvas de artillería o vuelos de helicópteros del enemigo en lugar de contar ovejitas o luchar contra el elefante blanco? Y la gente proseguía con disculpas tipo: «En fin, si es que son buenos» y bajaba la vista con aire de culpa. Un día, un vecino me saludó así: «¡Es un nuevo día!» en lugar del saludo tradicional, mientras se me acercaba con su hijo de un año y medio. Esta fórmula, en mi opinión, reflejaba mucho mejor nuestra nueva realidad, aquella en la que no sabías si llegaría el día de mañana.

-¿Quiénes se fueron exactamente? -le pregunté a Lesia apoyada en el poste de la valla de madera para no caerme mientras hacía equilibrio sobre una pierna.

-Los chavales, los nuestros -seguía sin tener idea de quiénes hablaba porque no había ningún soldado ucraniano en nuestro pueblo. Había rumores sobre un destacamento cuyo despliegue se había previsto para nuestro pueblo, pero no logró tomar posiciones antes de que llegaran los soldados rusos, y a aquellas alturas ya era imposible. Al observar mis cejas levantadas me explicó:

-Los chicos que tomaron las posiciones aquí. -dijo señalando al extremo opuesto de los jardines, la calle Sovietska Bila.

Su respuesta me hizo perder literalmente el equilibrio hasta que me caí del tocón sobre el que estaba subida, pisoteando las flores de mi madre. «¿No será que estoy alucinando?», pensé. No podía creer lo que oía.

No volví a subir para continuar la conversación, me di la vuelta tal cual y llevé los termos a nuestra casa a hervir agua para el té.

A partir de entonces, aquella valla de madera ya no daba una sensación de protección ni parecía una barrera fiable.

-Es que no dejo de alucinar con Lesia. -abrí la discusión a la hora de cenar cuando mi familia se reunió en la veranda aquella noche. Desde la mañana, me sentía dolida por la conversación con la vecina.

– ¿Y qué pasa con ella? -me repuso mi madre, mientras trasteaba junto a la puerta abierta de la cocina preparando el pienso para las cabritas.

– ¿Qué quieres que te diga, si ella llama a los ocupantes «nuestros chicos»? Les prepara té para que los pobrecillos no pasen demasiado frío. Se arregla para ellos como un árbol de Navidad. Y ahora va y habla ruso, cosa que no había hecho en su vida -dije y me senté en la otomana junto a la mesa soltando todo ese rollo que me daba tanto fastidio.

-No le des más vueltas, es que es joven y soltera. Quizá quiera echarse un novio de turno -sugirió mi cuñada, encogiéndose de hombros.

-Tal vez, pero… ¿Y si es una colaboradora? -me atreví por fin a exteriorizar mi sospecha.

– ¿Y esto qué es? -preguntó mi madre.

-Viene de collaborate en inglés. Un colaborador es aquél o AQUELLA que coopera con el enemigo de su país durante la guerra. El término no era muy usual por aquí, pues en la Unión Soviética se les calificó más a menudo de «traidores de la Patria» o de «cómplices de los fascistas».

-Oye, creo que te estás pasando -dijo mi madre al intentar defender a nuestra vecina-. ¿Qué tiene que ver Lesia con eso?

-Mira, mamá, hay muchas formas de cooperar. No tienes que cavar trincheras con los rusos para ello ni suministrarles proyectiles de artillería -seguía con lo mío, erre que erre-.  En la URSS podías acabar en la lista de ‘traidores de la Patria’ por el hecho solo de haber pasado por el territorio ocupado por los nazis… Bueno, a lo mejor no es un ejemplo muy apropiado -me paré en este punto-. Pero te voy a dar otro mejor si estás dispuesta a escucharme un poco.

Lancé una mirada inquisitiva alrededor y, como nadie estaba en contra, proseguí.

– ¿Os acordáis de cuando volé a Holanda el otoño pasado con mis compañeros del curro? Ahí nos llevaron a una exposición superchula llamada «La guerra continua» en los Archivos Nacionales de La Haya. Trataba los retos a los que se enfrentó el país tras la Segunda Guerra Mundial y me motivó a explorar sobre el tema…

Mi madre dejó a un lado el cubo de plástico con la cena de las cabritas y se sentó en la otra otomana a mi lado.

Hijos (in)visibles de padres (in)correctos

-¡Bienvenidos a Ámsterdam en esta ocasión tan especial! -anunció con una sonrisa un hombre vestido con elegancia y con un collar de honor desde el atril de la sala de conferencias Beurs van Berlage.

-El sábado 2 de febrero de 2002, se reunieron aquí, en los locales de la antigua Bolsa de Valores y Materias Primas, construida a principios del siglo XX en el mismísimo centro de la ciudad unas 600 personas. Entre ellos estuvieron los miembros de la familia real de los Países Bajos, el primer ministro, funcionarios del Gobierno y los parlamentarios.

Sus miradas se quedaron clavadas en el orador con la medalla en el pecho y en la joven pareja sentada en las dos sillas de enfrente. El hombre sentado vestía el uniforme de gala de capitán de la Marina Real y la mujer llevaba un largo vestido de seda color marfil con una cola de cinco metros, una costosa tiara y un velo de encaje.  Traía un ramo de rosas blancas, gardenias y muguetes.

-Por desgracia para nuestros invitados de habla inglesa e hispana, celebraremos el evento en neerlandés. Pero descuiden, en realidad les resultará todo muy sencillo: «yes» y «sí» suena como «ya» en neerlandés, así que no tendrán ningún problema para enterarse de lo más importante. -bromeó en inglés el hombre que dio la bienvenida a los invitados entre las risitas del público.

En el atril estaba Job Cohen, el alcalde de Ámsterdam. Le cupo el extraordinario honor de oficiar la ceremonia de matrimonio civil del príncipe heredero de los Países Bajos, Guillermo Alejandro, y su prometida, la argentina Máxima Zorreguieta, que nada más acabar su boda, se convirtió en la princesa de Orange-Nassau.

-Este matrimonio es una prueba de la unión con todo el país -prosiguió Cohen en su lengua materna y puntualizó con mucho empaque-. Usted, que es el novio, está ya bien familiarizado con el ajetreo típico de la vida pública. Para usted, novia, todo esto es relativamente nuevo, aunque en los últimos meses se ha podido hacer una idea de lo que conlleva (…) Esperamos que se enamore tanto de este pedazo de tierra, a veces difícil de comprender, pero maravilloso a la vez, como del príncipe heredero de este país…

Unos segundos después, con un golpe de martillo ceremonial, el alcalde legalizó el intercambio de sus «sí quiero» y la sala estalló en aplausos de felicitación.

Desde la histórica Bolsa, en la actualidad un ejemplo excelente del Ámsterdam de los palacios públicos italianos, los recién casados se dirigieron a la iglesia Nieuwe Kerk para la ceremonia religiosa. Aquí, en el templo del siglo XV, situado en la plaza Dam en pleno centro de la ciudad, se celebran tradicionalmente todos los actos reales: inauguraciones, bodas, etc. Durante la misa oficiada por el capellán de la Corte Carel ter Linden, la pareja volvió a confirmar sus votos matrimoniales e intercambió las alianzas que les había regalado el hermano de Máxima.

Por respeto a las raíces de la flamante princesa, al final de la ceremonia se interpretó «Adiós Nonino» -un tango triste pero inigualablemente entrañable del compositor argentino Astor Piazzolla. Lo compuso en octubre de 1959, pasados varios días después de recibir la noticia de la muerte de su padre mientras estaba lejos de casa. Desde hacía varias décadas, esta canción se había convertido en un profundo símbolo para los argentinos en el extranjero que les despierta una nostalgia increíble.

Aquel día los neerlandeses llenaron las calles de Ámsterdam agitando banderas y globos naranjas, y llevando coronas, sombreros y bufandas de color naranja para celebrar juntos la boda de su querido príncipe. Bañados en felicitaciones y acompañados por la guardia de honor, los novios hicieron un pequeño recorrido por las calles céntricas en la carroza real para volver a la plaza Dam, donde aquella vez, subidos al balcón del Palacio Real, se dieron por fin un beso entre los vítores y aplausos de la multitud.

En ese momento, Guillermo Alejandro y Máxima parecían realmente felices. Lo único que pudo haber empañado aquel día, el más feliz de sus vidas, fue la ausencia de los padres de la princesa. Su padre resultó un invitado tan inoportuno para los holandeses que hasta se le prohibió asistir a la boda de su hija. La madre, solidaria con su marido, tampoco se presentó. Los recién casados tuvieron que aceptar su ausencia, pues de lo contrario, su matrimonio podría no haberse celebrado.

Guillermo Alejandro y Máxima, con su decisión de casarse, dieron justo con el dedo en la llaga que causaba tanto dolor a la sociedad holandesa durante más de medio siglo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando Hitler y Stalin desencadenaron su nueva guerra en Europa en el otoño de 1939, los Países Bajos esperaban permanecer neutrales. Pero dicho subterfugio que les salió bien en la Primera Guerra Mundial no les valió por mucho tiempo.

¡Querido pueblo mío!

Tras todos estos meses de la estricta y escrupulosa neutralidad de nuestro país sin ninguna otra intención que el plan de mantener esta actitud, Alemania realizó anoche un repentino ataque a nuestro territorio sin declarar guerra…

Mi Gobierno y yo cumpliremos con nuestro deber. Cumplid también con el vuestro, sean cuales sean las circunstancias, estén donde estén, cada uno en el puesto para el que ha sido designado, con el máximo cuidado y con esa calma interior y esa firmeza en el corazón que deja la conciencia tranquila.

El 10 de mayo de 1940, esta proclamación de la reina Guillermina -bisabuela de Guillermo Alejandro- se publicó en todos los periódicos locales. En las primeras horas de la mañana de aquel aciago día, los aviones alemanes lanzaron las primeras bombas sobre las ciudades holandesas. Esto sentó el comienzo de una guerra que el país había intentado evitar a toda costa. Claro que el Ejército Real se defendió como pudo, pero sólo pudo resistir varios días. El 14 de mayo tuvieron que capitular ante la Alemania nazi y dos semanas después se creó el Comisionado del Reich para los Territorios Holandeses Ocupados que establecería el control sobre el país hasta mayo de 1945. 

Durante todo este tiempo, la reina, el primer ministro y otros miembros del gobierno estuvieron en el exilio. Consiguieron evacuarse antes de la capitulación y rechazaban rotundamente cualquier conversación de paz con Alemania. El resto de los mensajes de Guillermina al pueblo holandés se hizo desde Londres, donde bajo el auspicio de la BBC fue lanzado el programa radiofónico holandés clandestino Radio Oranje. En todo el tiempo de la guerra, salió en la radio más de 30 veces, y no hubo un solo discurso en el que la reina no mencionara o no agradeciera a las Fuerzas Armadas Reales su heroica defensa y a la población civil su pasiva resistencia a la ocupación. Al recordarlo, los holandeses suelen referirse a ella como a la «Madre de la Resistencia» o la «Madre de la Patria».

El número exacto de bajas humanas sufridas por los Países Bajos en la Segunda Guerra Mundial sigue siendo desconocido, mientras que las estimaciones de los investigadores son: 102.000 judíos holandeses y 215 romaníes y sintis fueron exterminados en los campos de muerte nazis; 16.000 soldados y 30.000 civiles murieron a consecuencia de operaciones militares; 50.000 neerlandeses murieron por problemas de salud agravados por la guerra; entre 15.000 y 25.000 no sobrevivieron al Invierno del Hambre holandés de 1944-1945; 8.500 murieron realizando trabajos forzados en Alemania; entre 2.000 y 3.000 fueron ejecutados por los nazis por pertenecer a la resistencia. Pero esta horrorosa lista queda aún por completar. En total, se contabilizan unas 250.000 víctimas (la población de los Países Bajos en 1942 era de unos 9 millones).

En los tiempos de posguerra, los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en la piedra angular del mito nacional, que, como cualquier otro mito por el papel que tiene, servía para consolidar a la sociedad neerlandesa y reforzar el sentimiento de la solidaridad. El mito apuntaba a dos elementos clave: primero, que todos los ciudadanos del país, no sólo los judíos, habían sido víctimas del régimen nazi; segundo, que todos los ciudadanos del país se habían unido, arriesgando sus vidas para darles una resistencia sin igual a los ocupantes.

Tal interpretación de su experiencia bélica dio lugar a la convicción de que los neerlandeses eran «unos buenos chavales» que tomaron la correcta decisión en unas circunstancias difíciles. Vemos, unos héroes sin reproche.

Dichos razonamientos no son para nada disparatados.

Esta versión no sonaría descabellada si no fuera por un descuido brutal de una parte de la verdad histórica. En primer lugar, el hecho de que los judíos holandeses hubieran sufrido de forma desproporcionada en comparación con el resto de la sociedad neerlandesa. Por otro lado, porque algunos ciudadanos habían apoyado o cooperado con los nazis. Por tanto, no todos los neerlandeses eran víctimas inocentes o heroicos luchadores por la liberación.

-No habrá lugar para traidores en la Holanda liberada -afirmó la reina Guillermina en uno de sus discursos radiofónicos desde Londres. Al enterarse de que miles de neerlandeses eran sospechosos de colaborar, decidió junto con el primer ministro Pieter Gerbrandy redactar una ley para castigar a los traidores sin esperar a que terminara la guerra. Entre otras razones, lo decidieron tan pronto para que los ciudadanos neerlandeses de a pie no hicieran justicia por su cuenta tomando las armas para exigir un justo castigo a los colaboradores, aunque no consiguieron evitar del todo los casos de justicia popular).

A finales de diciembre de 1943 se aprobaron cuatro leyes: el Decreto sobre Derecho Penal Extraordinario, el Decreto sobre Tribunales Especiales (incluido el de Casación), el Decreto sobre Justicia Extraordinaria y el Decreto sobre Indultos. Junto con el Decreto de Delitos Políticos, que se aprobó más tarde, en 1945, todos aquellos documentos sentaron la base legal para una forma de justicia especial que se administró en los Países Bajos en los primeros años de posguerra, al principio desde la Administración Militar Neerlandesa provisional liderada por el general Kruls, y, más tarde, desde la Dirección General de Justicia Especial adjunta al Ministerio de Justicia de los Países Bajos.

Según unas estimaciones aproximadas, hasta 150.000 personas calificadas por aquella legislación de justicia especial como colaboradores fueron detenidas y estigmatizadas para siempre como neerlandeses «incorrectos». Fueron llevadas a unos campos de internamiento, creados expresamente con aquel objetivo, como De Vergulde Hand en Vlaardingen o a prisiones, cuarteles o campos ya existentes. Así, por ejemplo, desde abril de 1945 hasta diciembre de 1948, algunos de los miembros detenidos del Movimiento Nacional Socialista en los Países Bajos y los holandeses que se ofrecieron como voluntarios en la Schutzstaffel (Escuadrón de Protección – SS) y el Sicherheitsdienst (Servicio de Seguridad – SD) nazis fueron recluidos en Westerbork. Durante la ocupación, éste era el principal punto de tránsito desde el cual los nazis enviaban a los judíos a los campos de la muerte de Polonia, Chequia y Alemania.

Se contabilizaban entre 130 y 180 campos de internamiento en los Países Bajos. Al principio, los antiguos miembros de la resistencia servían de guardias. Muchos de los reclusos de estos campos sufrían de epidemias, de desnutrición y de maltratos. Al menos 89 de las personas internadas murieron en Westerbork sólo en los primeros cuatro meses de su reclusión. También hay pruebas de que los detenidos en De Vergulde Hand estaban esposados y encadenados los unos con los otros de día y por la noche.

¿Se trataría de unos accidentes aislados o de abusos recurrentes? El Comité Parlamentario de Investigación de la Política Gubernamental durante 1940-1945, creado en 1947, intentó dar respuesta a esta interrogante. Pasados dos años, el barón van Tuyll van Serooskerken, al que se le había encargado investigar las condiciones en los campos para los neerlandeses «incorrectos» -concluía en su informe: «Casi en todas partes los guardias no escatimaron esfuerzos para torturar y maltratar a personas indefensas utilizando los mismos métodos que los nazis durante la ocupación».

Pero su informe llegó un poco tarde, pues la mayoría de los campos de internamiento ya dejaron de existir. Y, al fin y al cabo, todo este discurso parecía impertinente, pues sus conclusiones no encajaban con la retórica de heroísmo predominante en la sociedad de la época, de ahí que los resultados de la investigación no llevaran a las autoridades a tomar ninguna medida.

Se había detenido a 150.000 personas. Era imposible que ningunos investigadores, fiscales o jueces fueran capaces de gestionar semejante avalancha de casos. Por eso sólo un tercio de los presuntos colaboradores, aquellos sospechados de haber cometido los delitos más graves, acabaron en el banquillo de los acusados de los tribunales especiales de Ámsterdam, Arnhem, Den Bosch, La Haya y Leuvarda. Al resto de los internos no se les imputó ningún cargo penal y tras pasar entre varios meses y dos años en los campos, fueron puestos en libertad.     

Según las conclusiones de los tribunales de justicia especial, se dictaron más de 14.000 sentencias. Muchas de ellas sentaban jurisprudencia contra los neerlandeses, miembros del Nationaal-Socialistische Beweging (Movimiento Nacional Socialista de los Países Bajos – NSB), el único partido legal durante la ocupación que cooperó abiertamente con los nazis. En septiembre de 1943, el NSB contaba con unos 100.000 miembros.   

Los culpables eran condenados a diversas penas, desde varios años de prisión hasta la cadena perpetua o incluso la ejecución. En 1945 los Países Bajos restablecieron la pena de muerte para castigar a los causantes de los crímenes militares más graves y de los crímenes contra la humanidad, decisión que fue bienvenida por la mayoría de la población. Según dejó dicho después de algún tiempo un antiguo fiscal del Tribunal Especial de Leuvarda en una entrevista: «Tuvimos una auténtica avalancha de solicitudes. Hasta nos ofrecían regalos… con la esperanza de que pudiéramos reservar asientos en la galería. Las salas del tribunal estaban repletas. A veces, cuando se dictaba una sentencia de muerte, se oía a los espectadores gritar ‘¡Bravo!’».

La primera ejecución oficial de un colaborador en Holanda se llevó a cabo el 16 de marzo de 1946. Aquel día fusilaron a Max Blokzijl, periodista y locutor de una cadena de radio responsable de la propaganda nazi en los territorios ocupados. El 21 de marzo de 1952 se aplicó por última vez la pena capital a Andries Jan Pieters, miembro de la SS, y al jefe del SD en Frisia Artur Albrechtm, responsables de decenas de casos de tortura y crímenes contra la humanidad.

Muchas sentencias de muerte fueron sustituidas posteriormente por la cadena perpetua. De las 145 personas condenadas a muerte, sólo 42 fueron ejecutadas. El resto se salvó gracias al indulto real.

La única mujer sentenciada a muerte fue Anna ‘Ans’ van Dijk, judía reclutada por los nazis. Al hacerse pasar por miembro de la resistencia, se informaba de los paraderos de otros judíos, los delataba a la administración de ocupación a cambio de una remuneración. Se le califica de «cazadoras de judíos» más famosa de Ámsterdam, responsable de denunciar al menos 145 judíos. Hasta hubo rumores que había delatado el escondite de Ana Frank, aunque esto nunca se llegó a corroborar oficialmente. Hasta hoy, el nombre de Anna van Dijk sigue asociándose a la traición.

Los juicios no fueron las únicas formas de castigo que esperaban a los neerlandeses acusados de cooperar con los nazis. Se crearon por decreto real consejos de depuración especiales en diversos ambos públicos, sobre todo para los militares, administración pública, policía, prensa, negocios, representantes de profesiones creativas, etc.

«Privación del derecho de voto», «confiscación de bienes por valor de 20.000 florines», «privación del derecho a ocupar cargos directivos por 10 años en compañías de negocios de cualquier ámbito», «privación del derecho a reclamar bienes en copropiedad con cónyuge», «privación del derecho de llevar a cabo labores de periodismo», «privación del derecho de participar en concursos de arquitectura así como en los jurados de aquellos por tres años», «jubilación forzosa sin derecho a pensión «prohibición de cualquier ejercicio profesional público, incluida la pertenencia a asociaciones profesionales, durante 6 años» son ejemplos de sanciones que se les aplicó a los colaboradores por parte de los consejos de purificación. Las sanciones se presentaban a menudo en diferentes formas y eran una medida adicional del internamiento, legitimándose así el propio internamiento (ya post factum). Entre 1946 y 1950, más de 60.000 neerlandeses fueron objeto de investigaciones especiales. Un tercio de ellos fueron castigados con privación de ciertos derechos.

Al hacer un balance del pasado, algunos dicen que la política neerlandesa respecto a los colaboradores nazis fue extremadamente dura, hasta cruel. Los que no están de acuerdo alegan que fue un mal inevitable, pero en recompensa nadie puede culpar a los neerlandeses por encubrir a los culpables de crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad o simplemente a los partidarios de los nazis. Y eso tiene sentido. Pero ninguna de estas fórmulas carece de su punto débil, sobre todo al penalizar a los hijos de padres «incorrectos».

Nací en Rotterdam y era la segunda hija de una pareja en la que la mujer hacía de madre y ama de casa mientras el hombre se ganaba la vida diseñando barcos. Las ventanas de la casa daban al estadio del Feyenoord, que estaba en el sur de Róterdam, por eso resistió los bombardeos de 1940. Mi hermana nació en febrero, justo antes de la guerra. En aquel entonces mis padres ya llevaban casados casi dos años….

A la hora del parto, mi padre estaba sentado a los pies de la cama, vestido con su uniforme de la NSB. Es decir, nací literalmente a la sombra de una esvástica y durante años me pregunto cómo conseguí escapar de esa sombra…

El nombre de la mujer que lo escribió es Gonda Scheffel-Baars. Fue una de las primeras miembros de la Stichting Werkgroep Herkenning (Fundación para el Reconocimiento), organización fundada en 1981 para ayudar a los hijos de los padres «incorrectos». Y, según consta de sus propias palabras, ella misma era hija de un colaborador.

En enero de 1942, el padre de Gonda se incorporó al Movimiento Nacional Socialista de los Países Bajos. A esas alturas es difícil juzgar lo que lo motivó. Quizá tomara esta decisión porque estaba parcialmente de acuerdo con la nueva ideología alemana. Gonda recuerda que su padre fue racista y antisemita y que «siguió maldiciendo a los judíos durante años después de la guerra». Tal vez se hubiera dejado seducir por las ventajas económicas que le depararía el alistamiento en el partido, el único que no estaba prohibido por los nazis. Cuando se produjo el punto de inflexión en el frente oriental y el Ejército Rojo soviético empezó a expulsar a las tropas alemanas de la URSS, se alistó como combatiente voluntario para luchar en la guerra porque, entre otras cosas, era un anticomunista convencido. 

En otoño de 1944, su padre le dio instrucciones a su esposa para que cogiera a los niños y escapara a Alemania. No fue la única: 65.000 refugiados neerlandeses, en su mayoría, familias de miembros del NSB, viajaron allí en trenes especiales. Pero esto no los salvó: la mayoría regresó pocos meses después. Algunos, como la madre de Gonda, acabaron en el campo de internamiento de Hoogezand.

Mientras los transportaban al lugar del reclutamiento, la gente se paraba junto a la carretera gritando y escupiendo a aquellas mujeres con bebés.

Nadie quería saber si las mujeres eran culpables o no, o que tal vez se oponían a las decisiones políticas de sus maridos, como lo intentó hacer inútilmente mi madre. Ni hacían caso a que éramos niños. Si se pararan a pensar un momento, se habrían dado cuenta de que éramos inocentes porque estábamos más allá de cualquier opción política. Pero el recuerdo de los sufrimientos de cinco años de ocupación les nubló la vista…

Ese fue el momento en que fui rechazada por mi propio pueblo, cuando dejé de pertenecer al pueblo holandés. Nos convertimos en unos exiliados, y desde entonces perdí la sensación emocional de la nacionalidad, aunque por supuesto sigo teniendo el pasaporte holandés.

La madre de Gonda no fue miembro del partido por lo cual fue liberada del campo de internamiento después de unos tres meses. Durante su estancia en el campo, sus hijas se quedaron con su hermana en Ámsterdam. Tuvieron suerte en este sentido: si ambos padres hubieran sido acusados de colaboración, el Estado se las habría llevado en custodia. Dicha política era practicada por La Oficina de Atención Especial a la Juventud del Ministerio de Justicia de los Países Bajos. Entre 1944 y 1945, 20.000 hijos de personas internadas fueron separados de sus padres: 8.000 fueron a hogares infantiles y 12.000 fueron acogidas por familias.   

Gonda, su hermana y su madre fueron acogidas temporalmente por unos familiares: primero por su abuela paterna, y luego, si bien con desgana, por los padres de su madre. El padre de Gonda fue condenado a una pena relativamente corta por pertenecer al NSB y por declaraciones negativas respecto a la reina Guillermina. Al final su encarcelamiento se redujo gracias a la amnistía. Fue liberado en agosto de 1948. La familia se reintegró, pero el matrimonio de sus padres ya estaba arruinado, «como tantos otros matrimonios cuyos miembros no se hayan visto durante años»

Se trasladaron a un pequeño pueblo donde nadie conocía su pasado y su padre tenía más posibilidades de encontrar algún trabajo. Las hijas se apuntaron al colegio. Allí fue donde Gonda aprendió «lo que significaban de verdad las letras NSB y por qué no debíamos hablar de ciertas cosas; fue entonces cuando aprendí en clase de historia sobre los ‘héroes de la resistencia y los malos que traicionaron al país’ y me di cuenta de que mi padre pertenecía a estos últimos; si antes solíamos guardar el silencio ante los demás porque teníamos miedo de soltar algo ‘prohibido’, ahora ya sabíamos a ciencia cierta por qué que estaba prohibido, ahora ya guardábamos este silencio con toda conciencia. Teníamos miedo de ser rechazados, como en Hoogezand; así acabamos aislados…».

Unas condiciones deplorables debido a la confiscación de casas y propiedades; problemas de dinero por la discriminación por parte de los servicios sociales, el departamento de trabajo y los empleadores; acoso verbal y físico por parte de los parientes, vecinos, profesores y compañeros de clase que se tradujo en un enorme aislamiento social; silencio y distanciamiento emocional en el seno de las familias: así fueron las realidades en las que los hijos, y a veces incluso los nietos, de los neerlandeses «incorrectos» se vieron obligados a crecer.

Muchos de ellos nunca tuvieron relaciones de confianza con sus padres o abuelos. Tuvieron menos oportunidades educativas y mayores dificultades para incorporarse a una carrera profesional. La inseguridad, la desconfianza en los demás y la ansiedad por sus orígenes les impidieron construir su propia vida.

La Fundación «Stichting Werkgroep Herkenning» («Reconocimiento del Grupo de Trabajo») fue la primera organización de los Países Bajos que rompió el muro de silencio en torno a esta cuestión. Entre 2008 y 2011 fueron documentadas decenas de testimonios de los descendientes de neerlandeses «incorrectos -que ahora se encuentran disponibles en el sitio web de los Archivos Nacionales. Allí se puede leer también la historia completa de Gonda Scheffel-Baars.

El país tardó mucho en llegar a esa altura. La Reina Beatriz -madre de Guillermo Alejandro- fue la única que reconoció públicamente el estigma que sufría aquel segmento de la sociedad neerlandesa por los pecados de sus padres y abuelos. En su mensaje de Navidad de 1994 dijo: «La estricta imagen de lo ‘correcto’ y lo ‘incorrecto’, que tan a menudo determina nuestra opinión sobre la guerra, se ha quedado anclada en el pasado. Algunos tomaron decisiones incorrectas, y cincuenta años después, las generaciones posteriores siguen llevando las cicatrices de esas decisiones».

La reina Beatriz era totalmente consciente de las posibles consecuencias de una elección equivocada en el pasado. Los holandeses protestaron cuando se casó con Jonkheer van Amsberg en 1966 porque era de ascendencia alemana y, para más inri, había pertenecido a las Hitler-Jugend, organización juvenil del Partido Nazi.

Tras este discurso, el gobierno neerlandés concedió la primera subvención estatal para apoyar a la Stichting Werkgroep Herkenning. Varias organizaciones que representaban a miembros de la resistencia u otras víctimas de la Segunda Guerra Mundial ya iban a protestar, pero su oposición no fue apoyada: la subvención no solo no se canceló, sino que se prorrogó durante varios años.

La oposición se hizo aún mayor entre los neerlandeses cuando el Príncipe Guillermo Alejandro se casó con Máxima Zorreguieta.

Ambos se conocieron y empezaron a salir en 1999, y ya pasados dos años la familia real anunció el compromiso del heredero al trono. No faltaron quienes no acogieron con beneplácito esta noticia: la prometida del príncipe era la hija de un antiguo funcionario del gobierno argentino con una reputación muy turbia.

-¡Neerlandeses!

Estos días no dejo de pensar en las palabras de Hamlet a su mejor amigo: ‘Hay más misterios en el cielo y en la tierra, Horacio, que las que sueña tu filosofía’. Nada podría expresar mejor mis pensamientos actuales que estas palabras de Shakespeare. Me encuentro en un estado de ánimo reflexivo, ya que tengo una hija que sólo tenía cinco años cuando me hice viceministro de Agricultura en 1976. Un cuarto de siglo después, ella se enamoró de vuestro príncipe heredero, y ahora resulta que debo justificarme delante de ustedes…

Así comienza la carta que Jorge Zorreguieta envió en enero de 2001 al NRC Handelsblad, uno de los periódicos de mayor difusión en Holanda. Su mensaje continuaba explicando que Argentina fue siempre un país de locos y que, aunque él había servido a un régimen brutal, nunca se vio implicado en la política: siempre trabajó por los intereses de los agrarios argentinos. En resumidas cuentas, sólo se dedicó a marcación de orejas de toros de cría, nada más.

En ese momento, probablemente no había una sola persona en Holanda que no estuviera al tanto del escandaloso chisme: el padre de la futura esposa del Príncipe de Orange estaba acusado de persecución de opositores políticos y de crímenes contra la humanidad en su patria.

Por orden del gobierno neerlandés, Michiel Baud, profesor y director del Centro de Investigación y Documentación sobre América Latina de la Universidad de Ámsterdam, entre septiembre y diciembre de 2000 llevó a cabo una investigación especial (secreta) para responder a la gran interrogante: ¿tuvo Jorge Zorreguieta algo que ver con las desapariciones masivas, torturas y otros actos de violencia en la Guerra Sucia de Argentina de finales de los años 70 y principios de los 80?

En marzo de 1976, una junta militar llegó al poder mediante un golpe de Estado encabezada por el comandante del Ejército Jorge Rafael Videla. Un papel importante lo desempeñó el entonces ministro de Economía, quien además era el superior jerárquico inmediato del padre de Máxima. En ese momento, Jorge Zorreguieta ejercía de secretario de Agricultura, y desde marzo de 1979 hasta marzo de 1981 fue ministro de Agricultura y Ganadería.     

Según las estimaciones de las organizaciones de los derechos humanos, entre 15.000 y 30.000 argentinos desaparecieron durante el gobierno de Videla. Algunos fueron detenidos y encarcelados ilegalmente, donde se les torturaba y violaba. Otros fueron secuestrados, drogados y arrojados desde aviones al océano Atlántico. El destino de muchas víctimas de la junta militar en Argentina sigue siendo un arcano.

El informe del profesor Baud, publicado en enero de 2001, trataba de que el futuro familiar de la familia real neerlandesa «pasó cinco años en un puesto político de alto nivel, se comprometió activa- y apasionadamente con un régimen que había sido condenado en su país y en el extranjero por eliminar los derechos democráticos fundamentales y por violaciones masivas de los derechos humanos. Es prácticamente imposible que Zorreguieta participara personalmente en las represalias o violaciones de los derechos humanos durante su etapa de gobierno. Por otro lado, es inconcebible que desconociera la práctica de aquellas como la situación con los derechos humanos».

«En los términos utilizados en los Países Bajos después de la Segunda Guerra Mundial para asignar la culpa moral, el hecho de ocupar un alto cargo del régimen militar en Argentina… se habría calificado de ‘incorrecto’», estipuló Baud en el informe reconociendo la indignación de una parte de la población en los Países Bajos. «La escala holandesa de lo correcto e incorrecto es el resultado de unas circunstancias históricas concretas en las que los casos de apoyo activo y cooperación con el enemigo llevaron a condenas de culpables por motivos morales y legales. Sin embargo, dichas condenas no se aplicaron siempre de una forma correcta y equitativa».

Parece que la investigación deja puestos los puntitos sobre las íes: el padre de Máxima no tenía ninguna relación directa con la política de terror de Estado, por lo que no había nada que incriminarle. Pero poco después, dos periodistas de investigación argentinos publicaron una biografía del dictador Videla, basada en cientos de testimonios y documentos, en la que aseguraban que Jorge Zorreguieta fue uno de los coordinadores del golpe de estado en Argentina. Más tarde, ya ministro civil, puede que no supiera los nombres de las personas concretas que estaban en el punto de mira de la junta, pero definitivamente estaba al tanto de lo que estaba pasando. No obstante, no protestó, y el silencio en estas situaciones puede considerarse un crimen de lesa humanidad.

En 2001, la familia de una de las víctimas del régimen de Videla presentó una demanda en Holanda contra Jorge Zorreguieta. Fue rechazada porque el tribunal neerlandés no gozaba de jurisdicción para considerar el caso.

A la luz de todas estas vicisitudes tan manoseadas en la prensa, la sociedad neerlandesa se dividió en dos bandos. Era de suponer que los ciudadanos «correctos» estarían en contra del matrimonio del príncipe heredero Guillermo Alejandro y la hija de Zorreguieta y los «incorrectos» lo apoyarían. Pero lo cierto es que hubo opiniones muy dispares, como ésta, expresada en una carta a la redacción del periódico Algemeen Dagblad:

Puede que el padre de la princesa Máxima no haya hecho nada malo, pero cometió un error al ser miembro de un gobierno «incorrecto», que actuó mal. ¿No debería ella, como hija de un padre «incorrecto», al igual que yo y tantos otros hijos de padres «incorrecto», asumir la misma carga? ¿Podría llegar a ser más tarde reina de los Países Bajos, en vistas de la declaración de la reina Guillermina? Si es que el príncipe Guillermo Alejandro… tiene todavía la intención de casarse con esta joven… entonces también debe soportar esta carga y abdicar para honrar a su bisabuela…

Aseguraba semejante escenario de la evolución de las cosas el que entre los adversarios del casamiento de Alejandro con Máxima estaba una parte de parlamentarios, que gozaban de cierta influencia en la cuestión. El caso es que en los Países Bajos el príncipe heredero no puede casarse sin el permiso de los Estados Generales, pues de hacerlo perdería inmediatamente su derecho al trono.

La elección de la esposa del príncipe de Orange amenazó con desencadenar una crisis política. Al final, el primer ministro Wim Kok y el ministro de Estado Max van der Stoel ayudaron a mitigarla haciendo de intermediarios en las negociaciones entre el Parlamento y la familia real. Las partes convinieron en que el padre de Máxima no sería invitado a la boda. Al final, el 4 de julio de 2001 la Asamblea de los Estados Generales aprobó una ley que permitía que Guillermo Alejandro y Máxima se casaran.

Celebraron la boda pasados siete meses y en 2013, tras la abdicación de la reina Beatriz, se convirtieron en rey y reina consorte de los Países Bajos.

Es cierto que esta historia tiene un final feliz, pero, ¿consiguió reconciliar a la sociedad neerlandesa? Esto está por verse. Lo que sí sabemos es que la toma de posesión de Guillermo Alejandro, al igual que su boda, se celebró en la Nieuwe Kerk sin su inoportuno suegro argentino. Pero al cabo ya de dos años nos enteraríamos de algunos avances en la búsqueda de la reconciliación. A partir del 1 de enero de 2025, los Archivos Nacionales abrirán el acceso a unos 300.000 expedientes de los Archivos Centrales de Jurisdicción Especial sobre personas que cooperaron o fueron sospechosas de cooperar con los nazis.

El fin de la ingenuidad

«Ojalá no te toque vivir en tiempos interesantes»

Sin la palabra «no», el Internet atribuye esta cita como una maldición pronunciada por Confucio, el sabio chino que vivió en los siglos VI-V a.C. Yo personalmente no me fiaría mucho. Es más, me inclino a pensar más bien que es un fake, visto que nadie apunta a ninguna fuente. Pero ahora mismo no me preocupa tanto la autenticidad de su origen.

Esta fase célebre bien me suena de uno de mis profesores de la Facultad de Historia de la Universidad Taras Shevchenko al que le gustaba terminar sus conferencias sobre el pasado del Extremo Oriente con esta cita. La manoseó tanto a lo largo de aquellos años que no es de extrañar que varias generaciones de estudiantes se la asocien con él.

Recuerdo haber reflexionado sobre el significado de esas palabras ya en 2008, cuando era una joven de 18 años. «¡Si vivimos en una época tan aburrida!», me quejaba a mí misma y delante de mis compañeros de clase. «Guerras, revoluciones, hambrunas… los acontecimientos más horribles, pero al mismo tiempo más interesantes, que dieron lugar a cambios, los que cambiaron la vida de los ucranianos, están en el pasado. Nos los hemos perdido. Incluso nos quedamos literalmente dormidos tras el colapso de la URSS y la independización de Ucrania».

Desde el primer día en la escuela, no dejé de oír que la historia no admite el modo hipotético. Pero estaba convencida de que, si hubiera nacido en otro tiempo y lugar, no me habría quedado con los brazos cruzados: habría participado sin duda en acontecimientos como las protestas estudiantiles de octubre de 1990, llamadas la Revolución del Granito.

Catorce años después, escondida de los soldados rusos en un refugio antibombas improvisado y abrazada tiernamente a mi sobrino asustado, mi diálogo interior se trocó en una especie de llamamiento: «¿Así que querías estar en el torbellino de los acontecimientos? ¿Vivir en una era de cambios? ¡Hala! Aquí lo tienes, guapa, apúntate…». Decepcionada por mi propia impotencia e inacción, me reprendí a mí misma: «Venga ya, ¿por qué te quedas aquí sentada? ¿A qué esperas? Sube de este sótano y sal al exterior o perderás tu oportunidad de hacer nada, volverás a perderlo todo… ¡Vaya revolucionaria de mierda que eres!»

La guerra integral que Rusia lanzó contra Ucrania el 24 de febrero de 2022 ha revelado los verdaderos colores de la gente. Los 34 días que pasé bajo ocupación en un pueblo de la región de Kyiv me dejaron ver las cosas desde otra óptica. Y lo que vi me permitió finalmente deshacerme de mis ilusiones ingenuas en cuanto a mí misma y a los que me rodeaban.

Una vez quitada la venda de los ojos, el mundo se me volvió blanco y negro, la gente se clasificó en «correcta» o «incorrecta».

«No existen enemigos buenos», le advirtió mi madre a mi vecina, en un intento inútil de hacerla entrar en razón. Mi madre lo dijo después de que Lesia -por primera y última vez durante la ocupación- le entregara una olla de seis litros de patatas y le pidiera que las cocinara en gas. Al día siguiente la visitaron cinco «chavales apañaos».

No fue necesario que mi madre me advirtiera. Desde el primer día, o, mejor dicho, desde el primer coche tiroteado, me deshice de las ilusiones sobre unos «tipillos perdidos» que «iban a entrenar y acabaron en la guerra». Los soldados rusos vinieron aquí a matar, torturar, violar y robarnos, y están cometiendo estos crímenes a sabiendas, deliberadamente y a sangre fría. Porque es la única forma que conocen de «ponerlo todo en orden».

Pero también me di cuenta de que no era capaz de resistir abierta y activamente. Por desgracia, no tengo valor ni fuerza de voluntad de aquellos estudiantes que en octubre de 1990 anunciaron una huelga de hambre en la entonces Plaza de la Revolución de Octubre de Kyiv para protestar contra la firma de un nuevo tratado de unión con el régimen de ocupación. Pero los habitantes de Kherson, Nova Kakhovka, Enerhodar, Melitopol y Slavutych, que hacen ondear las banderas ucranianas mientras protestan contra los invasores rusos, sí lo tienen. Tienen el valor de resistir a la ocupación. Yo, en cambio, me quedé esperando hasta que mi pueblo quedara liberado por las Fuerzas Armadas de Ucrania.

El 2 de abril, cuando nuestros chavales de verdad entraron en nuestro pueblo arrojando a los ocupantes hasta la frontera con Bielorrusia, me llevé otra decepción, aunque nada inesperada. Me di cuenta de que Lesia no se apresuró a ofrecerles té caliente a los soldados ucranianos. Ni siquiera salió de su casa para recibirlos. Fue entonces cuando me di cuenta de que lo que nos separaba era algo más que la valla de madera de dos metros entre nuestros jardines. Mientas yo esperaba impaciente a que las Fuerzas Armadas de Ucrania nos liberaran, ésa se quedó abatida, pues aquella vez sus «chavales» sí que se habían ido ya para siempre (al menos eso espero).

«Dale que dale con esta historia, ¿a qué tantas vueltas con lo de Lesia?» -me preguntó mi amigo Artem tras escuchar mi rollo. Él fue al frente durante los primeros días de la guerra y luchó en la región de Kyiv. «Marichka, muchos de los nuestros marcaron nuestras infraestructuras para convertirlos en el blanco del enemigo y delatando las ubicaciones de nuestro equipo militar. Pero no deberías preocuparte tú por ello…», dijo.

Me faltaron palabras para responderle, pero ahora sí podría. Esta historia me importa tanto porque creo que no debe haber lugar para traidores en una Ucrania liberada, ni para los colaboradores obvios que mencionó Artem, ni para los menos obvios.

Ni para Medvedchuk y Kyva. Ni para Shariy. Ni tampoco para el «famoso historiador ucraniano» de la Academia Nacional de Ciencias de Ucrania Petro Tolochko, que en 2005 dirigió el Partido de la Política de Putin, que no reconoce el Holodomor como genocidio y participa gustosamente en actos con el presidente de Rusia y el patriarca de Moscú. Ni para los que hace ocho años rompieron su juramento militar en Crimea y Dombás. Ni para los que lo hicieron ahora. Ni para el alcalde de Rubizhne, Serhiy Khortiv. Ni para los diputados del Ayuntamiento de Izium Anatoliy Fomichevsky y Yuriy Kozlov. Ni para el matrimonio normal y corriente de los Babyntsi del distrito de Bucha que alojó a los invasores rusos, les dio de comer e informó sobre las direcciones en las carreteras locales.

Ni para mi vecina Lesia. Porque no existen enemigos buenos como tampoco existen traidores inocentes.

La forma de castigar a los colaboradores es una tarea con asterisco que exige una solución estricta y bien equilibrada, ya que, como demuestra la experiencia de los Países Bajos desocupados en los tiempos de posguerra, el intento de reintegración de los ciudadanos «incorrectos» puede tener consecuencias duraderas y a veces inesperadas.

Dicho esto, seguiré manteniendo mi postura: los ucranianos deben estar preparados no sólo para defenderse de los ocupantes rusos, sino también para dar la cara ante algunos compatriotas que, ya sea conscientemente o no, quieren ser ocupados. Pero ya llevamos 30 años haciéndoles la vista gorda esperando ingenuamente que esto no nos hiciera mucho daño. Sin embargo, la realidad nos ha demostrado más bien lo contrario.

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